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La pandemia

Por Fernanda Viduzzi*



Entiendo que no va a ser una historia extraordinaria, pero es la que me tocó vivir con mi familia. Una experiencia que nos eligió, quizá. Una gran oportunidad.

Me resulta muy curioso e impactante, tal vez porque mi mundo ha sido muy pequeño. Pero para otros, tal vez esta historia sea del orden de lo cotidiano, irrelevante, sin tamices que valgan la pena.

Desde el inicio, el 2018 se presentó como un año muy difícil. A mi padre le indicaron una cirugía menor, sin urgencia, que preparó y atravesó porque tenía un sueño que cumplir: viajar con mi madre para festejar las bodas de oro.

Pero en la intervención quirúrgica surgió un diagnostico inesperado. Y luego de unos meses de tratamiento muy agresivo, mi papá falleció. Muy cerca de ello, mi abuela materna también murió.

La elaboración del duelo nos llevó a transformar el viaje original en otro muy distinto, lleno de emociones por su naturaleza no menos amorosa. Fue una especie de “regalo del cielo”. En vez de ir con él, virando con los antojos del destino, mamá viajaría con sus dos nietos mayores.

A principios de marzo de este año, mi hijo mayor y mi sobrino tomaron su primer vuelo. Viajaron con su abuela y la única hermana de ésta. El destino era ¡Cuba! Elegida por su historia y geografía.

Nadie, ni nada hacía suponer lo que vendría después. El virus, hasta entonces, estaba lejos y no amenazaba. No llegaría al país.

Pero como a muchos nos “llevó puestos”.

Desde el 14 de marzo, los viajeros viven un mundo distintos al que habita el resto de su familia, aunque todos pisamos el mismo planeta.

Aquí nos invadió el desconcierto, la negación, las noticias espectacularizadas y las fake news. Los medios y redes nos sostuvieron, pero también nos aturdieron. Tuvimos que seleccionar temporariamente con quiénes y cómo participar y pertenecer.

Mientras en el otro país, durante los primeros días no sabían qué sucedía, nosotros ya estábamos sobreinformados.

Aquí, con una valiente y lúcida decisión presidencial se tomaron medidas graduales para  extremar los cuidados. Pero esas mismas decisiones de salud, alejaron cada vez más el retorno de los viajeros.

Se cerraron consultorios. Las personas que integramos escuelas y centros terapéuticos, tuvimos que aprender usos virtuales a la brevedad. Y nos preguntamos cómo haríamos. ¿Cómo hace la gente?

De pronto y en ciertos aspectos, lo que protege a unos, desprotege y vulnera a otros inexorablemente. Se siente una tensión permanente, una rigidez entre lo individual y lo comunitario, una necesidad de validar lo general y lo singular. Millones de personas viviéndolo y, a la vez, la intimidad del dolor propio.

Y desde entonces se configuraron grupos de tareas sin querer, entre el miedo, el desconcierto y un poco de locura, creando estrategias posibles, en los ámbitos familiares y de trabajo.

Ahora resulta necesario innovar, crear logística.

Por ejemplo en la familia, el grupo de WhatsApp debió elegir representantes de información, por lo complejo que nos resulta la comunicación, los estilos individuales y la necesidad de cada uno para dar lugar a las de otro. Es decir, dar lugar a la necesidad de quienes estaban lejos de casa. Era imprescindible seleccionar qué contarles a los viajeros.

Cuba resultó un país solidario, atento y cálido en esa experiencia. No me atrevería ni sería pertinente pretender hacer un análisis profundo. Mamá necesitó consultas médicas por su edad y condición de salud. Y como es sabido, el sistema sanitario le dio la bienvenida. Sin embargo faltaron recursos, medicación, conectividad. Y el cambio monetario complicó las cosas. Hubo notas de colores, dramáticas y riesgosas. Hoy son anécdotas para atesorar.

Mucha gente tejió una red para contenernos, para que no caigamos. Y ahí tomamos conciencia de la necesidad de estar con otros que ahora están lejos, pero de quienes nos sentimos cerca.

La capacidad de solidaridad y empatía fue revelada. La gente estuvo y ayudó desde una distancia respetuosa. Hubo manos incondicionales sumando su grano de arena. Y un contacto llevó a otro. Nos abrazaron con la ayuda. Hubo, como suele ocurrir, personas claves que reaparecieron, permanecieron o que conocimos en este camino. El amor y el azar, alineaban y amenizaban lo que venía.

Pedíamos información, necesitábamos certezas que nadie tenía. El mensaje que bañaba cada afirmación era “todo cambia en minutos”. Y así de vertiginoso lo vivíamos.

Claro que había otros pasándola peor. Pero el desconcierto, la incertidumbre de cómo y cuándo volverían, era intensamente angustiante. Una montaña rusa. Lo que en un momento parecía posible, al minuto no lo era. La medicación de mamá; la situación de ambas mujeres con enfermedades crónicas, eso que siempre fue una preocupación y ahora resultaba una chance o especie de boleto de vuelta. Para una, para las dos… no se podía saber. Cuando se hablaba con ella del regreso posible, aun entendiendo la prioridad y urgencia de cuidarla, lloró mucho, se desesperó.

Las cosas cambiaban todo el tiempo. Llanto y desconcierto en perspectiva, común unión con otros que fueron con ilusiones parecidas, y el deseo del regreso pronto. Todos allí.

Los ciudadanos cubanos, ambles y solidarios, también debían cuidarse y aislarse. Los turistas tenían prohibida la circulación por las calles de La Habana.

La posibilidad de un vuelo de repatriación, rutas aéreas que se cierran, los enjuiciamientos y condenas de la gente porque ellos se fueron en supuesta desobediencia (que no lo era, pero iba más allá) teñían este transitar.

La edad, vulnerabilidad de ambas y necesidad de asistencia hizo que los cuatro fueran inscriptos en la lista de quienes lograrían subirse al avión sanitario de rescate. El único hasta la fecha. Miles de peripecias, una odisea para volver a la casa y hacer juntos el aislamiento.

Después un nuevo obstáculo. La Jefatura y Gendarmería no autorizaban el tránsito en ruta. No se sabía si podrían salir del Aeropuerto una vez que arribaran (por sanidad y política, protocolos cambiantes). Pero llegaron finalmente, sanos en principio y sin dificultades para volver desde Ezeiza a su pueblo. Y los cuatro debían seguir solos, conviviendo en otro escenario. Ya nos veremos y abrazaremos de nuevo.

Y en ese momento empezó otra etapa. Pero ese será otro cuento. No seré su autora.

A medida que voy pensando y redactando me siento egoísta y muy afortunada con “el diario del lunes”. No estoy ajena a la realidad de muchos. Entiendo que este andar es ínfimo al lado de otras realidades, voy y vengo en ese sentir.

Cada día se repleta de múltiples aristas que quizá con el tiempo iremos contando, antes que lo lleve el olvido.

Lo que no mata, fortalece dicen. Lo creo, lo siento.

De estas horas desesperadas, además del agradecimiento inconmensurable a la gente que ha sido clave, me quedan profundamente inscriptas las palabras de una mujer que informaba a la gente desde la embajada: “Recen fuerte por los que nos quedamos aquí, por los que no se pueden ir”.

Los credos, el azar, el universo, mi papa y abuelas ¿estarán ayudando desde algún lugar? Algo de eso parece haber. Algo parece hilarse.

Terrible. Ensordecedor. Angustiante. Así como me esperanzaba el regreso de “los míos”, todos volverían a casa. Pero ¿cuándo? ¿Cómo? ¿Y mientras tanto? Ojala aprendamos. El hacer, la posibilidad de ocuparse en el caos y la amorosidad, empatía y solidaridad de otro, es lo que salva. Siempre.



(*Terapista Ocupacional de Gualeguaychú. Escribió esta crónica en marzo de 2020. La imagen que acompaña el texto es de Alicia Laner)


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